jueves, 17 de noviembre de 2011

EL SIGLO DE LA GENTE

¿EL SIGLO XXI, EL SIGLO DE LA GENTE?
Sociedad civil y solidaridad


En el preámbulo de uno de los documentos más luminosos de nuestro
tiempo, la Constitución de la UNESCO, que se crea en Londres en 1945,
“para construir la paz en la mente de los hombres”, se dice que “una paz
fundada exclusivamente en acuerdos políticos y económicos entre
gobiernos no podría obtener el apoyo unánime, sin ser perdurable de los
pueblos, y que, por consiguiente, esa paz debe basarse en la solidaridad
intelectual y moral de la humanidad”.
Hasta ahora, si miramos cuidadosamente hacia atrás, la gente nunca ha
figurado en el estrado. Hemos sido súbditos, plantando en surcos ajenos,
luchando por causas con frecuencia opuestas a las nuestras. Ahora ha
llegado el momento de participar, de ser tenidos en cuenta, de ser
ciudadanos plenos.
Ha llegado el momento de la solidaridad impulsada y ejercida por la
sociedad civil sobre la base de la fraternidad que proclama el artículo
primero de la Declaración Universal de los Derechos Humanos: “Todos los
seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados
como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los
unos con los otros”. Infinitamente distintos, – cada ser humano es único –
pero radicalmente iguales, sin preeminencias de ningún orden, unidos por
unos valores esenciales, aceptados por todos. “El respeto de la diversidad
de las culturas, la tolerancia, el diálogo y la cooperación, en un clima de
confianza y de entendimiento mutuos, están entre los mejores garantes de
la paz y la seguridad internacionales”, se afirma en la Declaración de la
UNESCO sobre la Diversidad Cultural. Y, sin embargo, con excesiva
frecuencia, aún en los sistemas democráticos, los ciudadanos han sido
contados, en ocasión de comicios electorales y encuestas de opinión, pero
no han contado, no han sido tenidos en cuenta. Fue al término de una
guerra mundial particularmente horrenda por los abominables
procedimientos de exterminio utilizados, por el genocidio, por el número
de víctimas y la hondura de los sufrimientos, que la Carta de las Naciones
Unidas, envía al mundo desde San Francisco, en 1945, un gran mensaje de
esperanza: “Nosotros, los pueblos, hemos resuelto evitar a las generaciones
venideras el horror de la guerra”. Se trata, quiero subrayarlo, de una
decisión preventiva, adoptada por todos y teniendo como punto de
referencia el compromiso con las generaciones futuras. Para conseguir
este propósito, esencial para hacer realidad el sueño, el deseo más profundo
de la gente desde el origen de los tiempos, es necesario aprender a mirar
hacia delante, a erigir los baluartes de la paz, a transitar desde una cultura
secular de imposición, de dominio, de fuerza, de violencia, a la cultura de
diálogo, de conciliación, de paz.
Para alzar la voz debida, para participar, para contribuir al establecimiento
de democracias genuinas, es imprescindible una educación que nos
confiera actitudes y comportamientos cotidianos de conciliación, de
entendimiento, de escucha, de amor. Educación como “soberanía
personal”, para “dirigir con sentido la propia vida”, según la magistral
definición de Francisco Giner de los Ríos. Educación que arrumbe para
siempre el perverso adagio “Si quieres la paz, prepara la guerra” y
promueva en su lugar la construcción de la paz. Si quieres la paz, ayuda a
construirla con tu conducta cotidiana. Si quieres la paz, demuestra tu
solidaridad compartiendo mejor, disponiendo de parte de tu tiempo, de tus
medios y recursos, de tus conocimientos.
Solidaridad para el desarrollo, que debe ser integral, endógeno, sostenible...
y humano!. En 1974, la Asamblea General de la ONU recomendó que los
países más prósperos donaran el 0.7% de su producto interior a los países
menos avanzados, para favorecer el desarrollo “desde dentro” de tal modo
que los habitantes de los países más menesterosos pudieran, al menos,
colaborar a la mejor explotación – con mejores rendimientos para ellos,
también – de sus recursos naturales. Desgraciadamente, no fue así (con la
excepción de los Países Nórdicos, a los que siempre conviene rendir justo
homenaje). Las donaciones se convirtieron en préstamos, concedidos en
condiciones tales que eran los prestamistas y no los prestatarios los
beneficiados al tiempo que el endeudamiento exterior no cesaba de
aumentar.
Préstamos en lugar de ayudas... y precios en lugar de valores. “Es de necio
confundir valor y precio”, nos advirtió D. Antonio Machado. Pues así fue:
al final de la Guerra Fría, el “Nosotros, los pueblos” se sustituyó, por
“Nosotros, los poderosos”, y el mercado sustituyó a los principios morales
de referencia. Tampoco eran “todos”, sino unos cuantos. Las promesas
incumplidas, quienes ya no esperaban pero todavía aguardaban manos
tendidas en lugar de alzadas, al verse marginados, engañados, siguieron con
frecuencia un proceso caracterizado por la frustración progresiva, la
radicalización, la animadversión, el rencor, ... desembocando, como sucede
en todos estos caldos de cultivo, en flujos emigratorios de desesperados
cuando no en manifestaciones de violencia y agresividad.
A pesar de todo, las Naciones Unidas, tesoneramente, siguen dando puntos
de referencia: en 1990, Educación para todos; en 1992, la Agenda para un
desarrollo respetuoso con el medio ambiente; en 1995, la Cumbre del
Desarrollo Social y, el mismo año la Declaración sobre la tolerancia... .
Pero el país líder de la tierra, el mismo que al final de la segunda gran
guerra promovió el Sistema de las Naciones Unidas y la Declaración de los
Derechos Humanos, no atiende: por ejemplo, el Protocolo de Kyoto, ya
muy edulcorado, no se pone en práctica en los Estados Unidos porque no se
acomoda a los intereses a corto plazo de las grandes industrias
norteamericanas. Debilitados los estados por un proceso de privatización
excesiva, grandes corporaciones campan a sus anchas en el espacio
supranacional, en la más completa impunidad, con tráficos de toda índole
(de drogas, de armas, de personas...) sin que nadie ponga coto a la
vergüenza colectiva que representan los paraísos fiscales, mientras la
brecha entre los países más avanzados y los rezagados no cesa de ampliarse
y mueren más de 50 mil personas al día de hambre... mientras se calcula
que los subsidios de los países más ricos a la producción agrícola alcanzan
los mil millones de dólares diarios... .
Los jefes de Estado y de gobierno, reunidos en las Naciones Unidas en
septiembre del año 2000, solemnemente declararon que se esforzarían en
cumplir los Objetivos del Milenio: I. Valores y principios; II. Paz,
seguridad y desarme; III. Desarrollo y erradicación de la pobreza; IV.
Protección de nuestro medio ambiente común; V. Derechos humanos,
democracia y buena gobernación; VI. Proteger a los más vulnerables; VII.
Satisfacer las necesidades especiales de África; y VIII. Reforzar las
Naciones Unidas. Pronto de cumplirán cinco años de esta declaración
solemne. Otra vez, incumplimiento, olvido de compromisos. Otra vez una
cultura de fuerza, de imposición, de violencia en lugar de una cultura de
diálogo, de entendimiento, de escucha, de paz. Pero las cosas han
cambiado. La sociedad, las organizaciones no gubernamentales, los
pueblos del mundo no van a permanecer silenciosos como hasta ahora.
Ya no permanecerán “instalados y dóciles” como nos amonestaba Jesús
Massip en sus versos “De las horas”. Los medios de comunicación, que
nos aturden, nos distraen, a veces nos envilecen... pueden hoy, además de
contribuir a la capacitación y a la toma de conciencia, ayudar a manifestar
nuestro disentimiento o nuestra conformidad, nuestro aplauso y nuestra
repulsa. Pueden convertirse, a través de Internet y, en particular, de los
teléfonos móviles, en la mejor expresión de la voz del pueblo, de la
solidaridad a escala mundial. La sociedad civil tiene ahora, además de un
innegable papel protagonista en la ayuda solidaria, la posibilidad no sólo de
hacerse oír, sino de hacerse escuchar. Por primera vez en la historia ya no
se trata de una manifestación presencial – con todas las posibilidades para
el poder de disolver violentamente las mismas – sino de la expresión
pacífica pero firme de los ciudadanos. Para que se cumplan los objetivos
del milenio, para que se erradique la pobreza, para que podamos conciliar
el sueño sin pensar en nuestros hermanos que carecen de los mínimos
recursos de subsistencia, para que la voz que debemos a los jóvenes, sea
voz oída y escuchada. Se acerca el momento en el que la gente cuente, el
momento de la democracia real. El momento soñado de la irrupción serena
de la gente en el escenario. El siglo XXI puede ser, por fin, el siglo de la
gente. De nos-otros. De todos.

Federico Mayor


PARTE 1



PARTE 2



PARTE 3



PARTE 4



PARTE 5



PARTE 6


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