Víctor...Víctor...
Por Joan Jara
Sacado de la revista La Bicicleta
Bajo un brillante cielo tachonado de estrellas, al final de un largo y caluroso verano, las llamas de una enorme fogata iluminaban al grupo de hombres, mujeres y niños acuclillados sobre la tierra seca. Sacaban las hojas de los choclos maduros, las mazorcas de maíz, que juntaban en enormes pilas, listas para poner a secar sobre los bajos tejados de las casas de adobe. En la pequeña población de Lonquén, los campesinos estaban reunidos en una tradicional trilla. A menos de ochenta kilómetros de Santiago, pero completamente aislada de ésta, Lonquén era una zona entre los cerros cercanos a Talagante y sólo se comunicaba con la carretera principal por medio de un camino de tierra. Era una región donde el folklor y la superstición formaban parte de la vida cotidiana, el mobiliario se fabricaba con juncos de aquellos parajes, y en la cual, aunque no había tiendas, podían comprarse cacharros de arcilla en el cercano pueblo alfarero de Pomaire.
Cuando el maíz estaba maduro, las familias de los campesinos que eran inquilinos o los trabajadores de las grandes propiedades, se turnaban para ayudarse a recoger las modestas cosechas que cultivaban para uso propio, trabajando hasta altas horas de la noche, en los únicos ratos que les pertenecían. Con un trago de chicha - un potente jugo de uvas semifermentado -, contando historias y, sobre todo, tocando la guitarra y cantando canciones tradicionales, convertían una larga noche de trabajo colectivo en una celebración.
La mayoría de los niños mayores trabajaban junto a los adultos, pero los más pequeños jugaban alrededor de los montones de maíz sin apartarse del círculo de luz de la fogata, temerosos de las sombras vacilantes y la oscuridad circundante.
Ese era el primer recuerdo de infancia de Víctor. Me contó que se tendía en el suelo y contemplaba las estrellas, mientras veía a su madre sentada sobre una de las pilas de maíz, cantando y tocando la guitarra, charlando y bromeando con la gente que la rodeaba. El se quedaba dormido al son de su canto.
Lonquén pertenecía en su casi totalidad a la familia Ruiz-Tagle. La tierra de los alrededores era de su propiedad y su gran mansión dominaba el poblado, que sólo estaba compuesto por una iglesia, una escuela y una calle sin pavimentar, con las casas de los trabajadores alineadas a ambos lados. En su condición de propietaria de un latifundio, la familia Ruiz-Tagle, poderosa e inmensamente rica, pertenecía a la oligarquía chilena. Como otros miembros de su clase, organizaban sus dominios por sistemas casi feudales. Cada inquilino recibía una casucha con una pequeña parcela de tierra alrededor, que junto con otra franja, situada a cierta distancia, tenía que bastar para proporcionar alimento a la familia de aquel; los productos consistían sobre todo en maíz, porotos y papas. A los inquilinos se asignaban las tierras más pobres, de las que no era fácil obtener buenas cosechas. Los salarios eran exiguos y por lo general habían sido gastados por anticipado en harina, azúcar, mate y acaso, una vez por año, un poco de tela para confeccionar ropa.
A cambio, el patrón exigía largas horas de trabajo. Cada casa tenía que proporcionar la labor de dos hombres, como mínimo, al tiempo que a las mujeres se les asignaban sus propias obligaciones. Si los niños eran demasiado pequeños para trabajar, el inquilino tenía que "emplear" a alguien en peor situación que la propia, y esa persona, a cambio de cama y comida, debía satisfacer la cuota necesaria de trabajo.
Las casa de los inquilinos eran idénticas: de adobe, con un pesado techo de tejas de arcilla onduladas que cubrían también una angosta galería delantera y otra detrás. Sólo tenían tres pequeñas habitaciones oscuras, con persianas, carecían de electricidad y se iluminaban con lámparas de aceite o con velas, recogían el agua en un pozo o en el arroyo cercano, y se cocinaba afuera, en un horno redondo, de barro, con una parrilla para poner a hervir los cazos.
En las afueras de Lonquén, donde concluían las tierras de los Ruiz-Tagle y empezaba la propiedad de Fernando Prieto, vivían Manuel Jara y su esposa Amanda con sus hijos María, Georgina(Coca), Eduardo(Lalo), y el menor en esa época, Víctor.
Manuel era un hombre delgado, moreno, de rasgos aguileños curtidos por la intemperie. Estaba amargado por el fatigoso trabajo del inquilino y veía a sus hijos más como mano de obra suplementaria que como seres humanos independientes. A los seis o siete años de edad, Víctor solía acompañar a su padre a trabajar en el campo. A veces, como recompensa extraordinaria, daba una vuelta en el trillo, pero lo que más recordaba eran las penosas caminatas junto al surco, ayudando a guiar los pesados bueyes, mientras su padre hundía en la tierra el primitivo arado de madera, de un lado a otro el día entero.
Aprieto firme mi mano
y hundo el arado en la tierra
hace años que llevo en ella
como no estar agotado.
Vuelan mariposas, cantan grillos
la piel se me pone negra
y el sol brilla, brilla y brilla.
El sudor me hace surcos
yo hago surcos a la tierra
sin parar
El arado
Amanda era una mujer baja y rechoncha, con una maravillosa sonrisa que iluminaba todo su rostro. Era oriunda de Quiriquina, un minúsculo poblado de la provincia de Ñuble, al sur de Chile, y era evidente que por sus venas corría sangre mapuche. Nunca habló de su madre ni sabía quien era su padre, pero de niña había aprendido la música popular del campo, las canciones que se cantan en bodas y funerales y en tiempos de cosecha. Tenía una voz dulce y fuerte y era muy solicitada como animadora, además de ser respetada como esforzada trabajadora.
Víctor solía acompañar a su madre a otras casas del pueblo cuando, como ocurría con harta frecuencia, moría un niño de corta edad. Curiosamente, el velatorio, que se prolongaba toda la noche, era una ocasión festiva. La gente creía, o trataba de creer, que el bebé muerto se había convertido en un angelito que aguardaría a sus padres en el cielo y probablemente, entretanto, hablaría bien de ellos a Dios. Por tradición, el cadáver de la guagua se sentaba, se maquillaba, se vestía con papel blanco y se rodeaba con flores caseras de papel, pues las naturales eran muy caras.
El canto duraba toda la noche. Durante las primeras horas se trataba de un canto a lo divino, para consolar a los padres por su pérdida, a menudo como si la criatura muerta cantara. Pero hacia la madrugada pasaban al canto a lo humano, con canciones de contenido más terrenal y picaresco. Aunque la forma musical y el estilo eran tradicionales –una suerte de extraño sonsonete en el que se arrastraba la voz al final de cada frase -, los versos eran improvisados hasta el infinito por los cantores. A medias dormido y a medias despierto, Víctor se acurrucaba en el suelo junto a su madre mientras ésta cantaba, hipnotizado por la larga ceremonia a la luz de las velas, oyendo los gemidos y sollozos de la madre del muerto y las risas ebrias, al amanecer.
Como tantas campesinas chilenas, Amanda era el pilar de su casa. Todas las noches amasaba maíz y dejaba tortillas chatas enterradas en el rescoldo, para que, al mañana siguiente, una vez raspado el chamuscado exterior, el pan estuviese listo para el desayuno. A los niños, hambrientos, les sabía muy bien. Amanda cultivaba verduras y criaba gallinas, además de un cerdo, en la pequeña parcela situada detrás de la casa. También hacía queso con leche de cabra, de modo que, si bien la carne era un lujo para ocasiones especiales, la dieta familiar resultaba bastante sana.
A los hijos les correspondía recoger leña todas las tardes, antes del crepúsculo, por lo que Lalo y Coca, con Víctor a la zaga, salían al bosque de nogales, armados con una gran cuchilla y un hacha, para volver arrastrando haces más grandes que ellos y con los brazos cargados de hierba para el cerdo.
Amanda hacía todo lo posible por completar el presupuesto familiar y movilizaba a sus hijos para que la ayudaran recogiendo en las laderas hierbas que ataban en pequeños fardos, para venderlas con la gran canasta llena de huevos que llevaba una vez por semana a la vecina población de Talagante. Trabajaba también como lechera y cuando sobraba leche los niños la ayudaban a preparar quesillos en forma de salchichas.
Para ganar un poco de dinero extra, Amanda tomó además un pensionista, el maestro de la escuela local. Le proporcionaba habitación y comida, además de lavar su ropa junto con la del resto de la familia en un calderón, sobre el fuego. Víctor era féliz con aquel estado de cosas, pues el joven maestro tocaba la guitarra, lo que le daba a él la posibilidad no sólo de escuchar, sino de tener el instrumento entre las manos y aprender los primeros acordes. Su madre siempre estaba demasiado atareada para enseñarle.
Víctor y Lalo compartían una cama en la habitación de sus padres, que en invierno era muy fría, pero a primera hora de la mañana Amanda los sacaba de la cama, para que fueran a lavarse al arroyo cercano antes del desayuno. Los zapatos eran un lujo desconocido. En el mejor de los casos usaban ojotas, unas bastas sandalias caseras con tiras de cuero y gruesas suelas hechas con recortes de viejos neumáticos. La ropa también escaseaba, de modo que tiritaban de frío bajo la helada matinal mientras corrían camino de la escuela.
Recuerdo el rostro de mi padre
como un hueco en la muralla
sábanas manchadas de barro
piso de tierra
mi madre día y noche trabajando,
llantos y gritos.
La luna siempre es muy linda
La relación entre sus padres era tensa siendo Víctor pequeño. Su padre se volvió cada vez mas hosco, aparentemente poco deseoso de afrontar la responsabilidad de mantener a su familia. Ya había empezado a beber copiosamente y desaparecía de la casa varios días seguidos, dejando todo el trabajo en manos de Amanda. Solía volver borracho y agresivo, discutía con ella y la golpeaba. Después de castigar también a los hijos, Manuel se sentaba a esperar que lo atendieran y alimentaran. Esas escenas de violencia familiar despertaron en Víctor un sentimiento de rencor hacia su padre, sentimiento que nunca lo abandonó.
Desde muy pequeño Víctor empezó a considerar obligación suya ayudar y apoyar a su madre. Su trabajo, su optimismo y disciplina mantenían unida a la familia y, como decía Víctor, "volvía soportables las penurias".
Cuando la casa se llenaba de gritos y disputas, Víctor huía a la ladera que se elevaba detrás de la casa, buscando refugio en la quietud del espacio andino. El cerro estaba rematado por una tosca cruz de madera cuya misión era mantener alejados a los malos espíritus, y había una enorme losa con la huella de una pata hendida, a la que la gente daba el nombre de Pisda del Diablo. Era un lugar misterioso, pero en los días de verano a Víctor le encantaba tenderse sobre la roca tibia y contemplar las anchas extensiones de fértil llanura donde las líneas rectas de sauces y álamos marcaban los canales de irrigación hacia las cadenas de montañas costeras en lontananza. Detrás, las cumbres nevadas de los Andes; cerca, los altos y retorcidos cactus, los espinos secos y las rocas desnudas de la ladera. Le hacían compañía grillos y lagartijas. Observaba la vida y las relaciones de los insectos y siempre recogía piedras o plantas peculiares que llamaban su atención. Después las guardaba bajo su cama. Con el tiempo, Coca me comentaría: "Víctor siempre se fijaba en la forma y en la textura de las casas". Al caer la tarde, se deslizaba ladera abajo y corría a su casa como si lo persiguiera el diablo.
Aunque la familia no asistía regularmente a misa, algunos ritos religiosos formaban parte esencial de su vida. Más por superstición que por un sentimiento auténticamente religioso, entregaba a la virgen, para que ahuyentara a la mala suerte, un dinero muy necesario para comprar comida y ropa...
Jugando al ángel y al diablo
jugando al hijo que no va a nacer
las velas siempre encendidas
hay que refugiarse en algo
de dónde sale dinero
para pagar la fe.
Al pobre tanto lo asustan
para que trague todos sus dolores
para que su miseria la cubra de imágenes
la luna siempre es muy linda
y el sol muere cada tarde.
La luna siempre es muy linda.
Las huellas de ese trasfondo supersticioso y la sensibilidad a lo mágico acompañarían a Víctor a lo largo de toda su vida, ya fuera en pequeñeces, como una inexplicable aunque siempre lograda cura de las verrugas, o en cuestiones más importantes, como una extraña sensación premonitoria, casi una clarividencia.
Los hermanos eran de personalidad muy diferente. María, la mayor, estaba muy crecida para su edad. Coca era un marimacho y rechazaba las tareas "para niñas"; prefería correr como una salvaje con Lalo y sabía pelear. Entre los dos provocaban a Víctor, que no sólo era el menor y el más tranquilo, sino que los fastidiaba porque era independiente y parecía tener vida propia.
Manuel era analfabeto. Lo único que esperaba de sus hijos era verlos en edad de ayudarle en el trabajo de la tierra. Las ideas de Amanda eran otras. Sabía leer y escribir -algo insólito en una persona de su condición- y estaba decidida a que su hijos recibieran la mejor educación posible. Todos ellos asistieron regularmente a la escuela.
Víctor era muy buen alumno. Se interesaba por todo y abrumaba a los maestros con preguntas, absorbiendo información e ideas como una esponja. Le gustaba participar en las funciones de fin de curso con obras cortas improvisadas e inventadas por los propios niños y tenía mucho éxito como actor. Dos años seguidos fue elegido mejor compañeros por sus condiscípulos, lo que no sólo significaba que era el alumno más popular de la clase, sino la persona más idónea para representarlos.
Con posterioridad, los chicos recordarían los días de Lonquén como una época feliz. Pese a las ausencias de Manuel y a la vida espartana que llevaban, siempre había algo que comer y cierta paz y continuidad.
Todo esto terminó dramáticamente un día en que, habiendo salido Amanda, como de costumbre, para el reparto de la leche, y estando los chicos solos en la casa, María, que entonces tenía trece años, lavaba la ropa de toda la familia. Tenía un calderón de agua hirviente sobre el fogón e intentó empujar un gran tronco en el fuego, para avivar las llamas. Sus hermanos vieron como, casi en cámara lenta, el caldero se le volcaba encima. María chillaba y chillaba, pero no sabían que hacer para ayudarla. Desesperada, la niña salió a la carrera de la casa y se arrojó en el arroyo, para tratar de aliviar el dolor. Coca fue a pedir auxilio, y Amanda, al volver, logró organizar un transporte que la llevaba a un hospital de Santiago, pues Lonquén carecía de servicios médicos.
María paso casi un año en el hospital. Amanda estaba embarazada del hijo menor de la familia, Roberto. La ayuda de María en el cuidado de sus hermanos era indispensable, pues daba libertad a su madre para salir a ganar dinero extra. No se podía confiar en Manuel para reemplazarla y, ante la inminente llegada de otro niño, Amanda tomó la decisión de mudarse a Santiago, con la esperanza de encontrar un trabajo que pudiera hacer sin abandonar a sus hijos.
La estación Central de Santiago, era una construcción de hierro refundido diseñada por Eiffel, se asentaba en el corazón de un barrio que parecía tener vínculos perdurables con el lejano sur chileno y también con la cercana campiña circundante. Alrededor de las siete de la mañana llegaban los lentos trenes desde Puerto Montt y Temuco, repletos de mapuches cargados con ponchos, mantas y ramos de flores rojas de copihue para vender. Los vagones de madera iban llenos de familias campesinas que emigraban a la ciudad; acarreando paquetes de comida, pollos vivos y chorizos picantes de Chillán. No parecían alejarse de la estación más de lo que sus piernas les permitían, y se mezclaban con los campesinos de las cercanías de la cercana terminal de autobuses, llegados desde Talagante, la Isla de Maipo y las provincias próximas a Santiago. Algunas familias contaban con parientes instalados ya en la ciudad. Otros tenían que empezar sin nada.
Alrededor de la estación había un concurrido centro comercial con pequeñas tiendas que vendían ropa de trabajo barata, artículos de mercería y material eléctrico. También había farmacias, restaurantes de aspecto sospechoso y bares que permanecían abiertos toda la noche en los bajos de edificios destartalados cuyas plantas superiores se habían convertido en viviendas. Angostas y oscuras escaleras desaparecían en lo alto, entre desconchadas paredes. Era el distrito de las prostitutas. Los burdeles estaban concentrados en la calle Maipú, frente a la estación, y era peligroso transitar de noche por allí.
A un par de manzanas de distancia, detrás de las tiendas de la Alameda, se alzaba un enorme edificio rectangular de aspecto lastimoso. Se trataba de un estadio cubierto, el Estadio Chile, un centro local de entretenimientos que se usaba con regularidad para torneos de boxeo, combates de lucha libre y, en ocasiones, para festivales musicales o temporadas de opereta. El recinto, con un aforo de cinco mil espectadores, desempeñaría un papel importante en la vida de Víctor. Muy cerca, sobre todo un lado de la vía férrea que llevaba al sur, se extendían manzanas y manzanas de casas bajas de techo plano, en sórdidas calles. Cuanto más te alejabas de la Alameda, más sucias y miserables se volvían las calles, se veían más chiquillos sucios y descalzos, más borrachos deambulaban en las esquinas, los perros callejeros hambrientos revolvían la basura desparramada en las en las calzadas sin pavimentar, llenas de baches; el estuco desmoronado daba paso a un paisaje de madera, plancha ondulada, lata y cartón. Más allá de los gasómetros, que cargaban el aire con sus emanaciones, llegabas a un descampado donde había surgido la Población Nogales. Era un lugar gris y deprimente; caluroso y polvoriento en verano, se convertía en barro que llegaba a las rodillas con la aparición de las lluvias invernales. Lo atravesaba una alcantarilla al aire libre, patio de juego para los niños, que hurgaban los detritos de sus orillas infestadas de ratas e incluso se bañaban en él cuando hacía calor.
Aquella fue la primera experiencia urbana de Víctor. Apiñados en una sola habitación, durmiendo juntos en colchones sobre el suelo de tierra, los chicos se sentían en un medio hostil. Después de la calma campestre, los ruidos, la mugre y la falta de intimidad eran insoportables. Las pandillas de críos les parecieron agresivas, maleadas y demasiado independientes.
Amanda hizo todo lo que pudo por proteger a sus hijos imponiendo normas y deberes estrictos, tratando de mantener los mismos niveles de higiene y orden que antes pero no era fácil.
Envió a Víctor y a Lalo a una escuela católica de las cercanías, el Liceo Ruiz-Tagle, que llevaba el nombre de la familia propietaria de Lonquén. Julio Morgado -un amigo de Población Nogales y compañero de clase de Víctor- me dijo que tanto Víctor como Lalo eran estudiantes muy aplicados que siempre entregaban sus deberes puntualmente. "Llegaban juntos tempranísimo todos los días", me contó, "y siempre iban limpios y pulcros. No les permitían quedarse en la calle después de clase, como al resto de nosotros". Probablemente eso fuera resultado de la disciplina de Amanda.
Víctor concluyó sus estudios primarios en esta escuela; obtuvo las mejores calificaciones en todas las asignaturas, excepto en trabajos manuales, lo cual es extraño, dado que siempre fue muy hábil con las manos. Como la escuela era católica, la instrucción religiosa era asignatura obligatoria. El deber de confesar los pecados parece haber provocado la reaparición de las pesadillas infantiles de Víctor acerca del diablo. Con posterioridad decía: "Estaba asustado. Me hicieron aprender el catecismo de memoria, para tomar la comunión... pero cuando llegó el momento de confesar, me sentí abrumado por una terrible presión... pensé que era una mala persona y que no decía la verdad sobre mí mismo, que sólo estaba confesando algunas de las cosas malas que había hecho".
Por mediación de un amigo, Amanda había conseguido trabajo de cocinera en un pequeño restaurante enfrente de la estación y la familia pudo mudarse a la vivienda del piso superior. Después de un par de años de trabajar como una esclava, Amanda había ahorrado lo suficiente para comprar un puesto en el mercado e instalar su propia pensión, donde los trabajadores del mercado le pagaban semanalmente las comidas diarias. No faltaban los clientes y la familia había mejorado, pero Amanda rara vez estaba en la casa y los hijos echaban de menos su compañía. Víctor solía pasar las noches en la cama despierto, preocupado por lo mucho que trabajaba su madre, detestando a su padre por sus largas ausencias y sus brutales y repentinas apariciones.
Pronto se mudaron a una casita de Jotabeche, una calle situada al sur de la Alameda. Era un progreso con respecto al alojamiento encima del restaurante, aunque sólo fuese porque tenía detrás un pequeño patio con frutales. Estaba a buena distancia del mercado y diariamente Amanda partía a las dos de la mañana, con la única protección de su perro, para cruzar la pasarela de hierro del puente del ferrocarril y llegar desde allí al mercado desierto. Tenía que preparar la sopa y el guiso, además de cocer el pan, para tenerlos listos cuando llegaran los primeros trabajadores, alrededor de las cuatro: a los hombres les gustaba empezar el día con una comida como Dios manda.
Al amanecer se unían a los puesteros los clientes que habían pasado la noche en los burdeles de la calle Maipú o en los bares de alrededor de la estación. Engullían los mariscos con cebolla o el caldo de cabeza de cerdo para despejarse la mente antes de volver a sus casa y enfrentarse a la esposa. Amanda trabajaba sin parar hasta las seis de la tarde -cocinaba, servía, fregaba- y por la noche llegaba agotada a su casa. Los días de labor, después de clase, y los sábados por la mañana, Víctor solía ayudarla en el puesto o se ganaba unos pesos acarreando sacos o canastas de los clientes del mercado.
Amanda ya no cantaba, en parte porque no tenía tiempo pero también porque nadie se lo pedía. En la ciudad casi todas las familias tenían radio y escuchaban música de grupos comerciales que interpretaban boleros, mambos, tangos, valses peruanos y corridos mexicanos. Aún no había comenzado la invasión musical norteamericana.
La guitarra de su madre yacía abandonada en un rincón y Víctor intentaba pulsar sus cuerdas descubriendo acordes y melodías de oído, haciendo su propia música, inventando letras de canciones, pero con el desesperado intento de aprender a tocar correctamente. Al lado de la casa había una bodega con un bar ilegal en el patio trasero, pero desde la casa que estaba más allá Víctor solía oír el sonido de una guitarra que alguien tocaba maravillosamente. Un día encontró abierta la puerta de aquella casa y apoyado en la jamba, se quedó escuchando.
El intérprete era el joven Omar Pulgar. Tenía unos dieciocho años y había recibido alguna formación musical. Su familia, venida a menos al trasladarse a Jotabeche, trataba de no mezclarse con sus vecinos, pues se sentía superior. No obstante, cuando Omar levantó la vista de la guitarra y vio a aquel chico, con quien se había cruzado en ocasiones por la calle, que lo escuchaba tan callado y atento, se dio cuenta de que la música lo impresionaba profundamente.
Omar invitó a Víctor a entrar y se ofreció enseñarle lo que sabía. Le sorprendió la capacidad de Víctor para absorber todas sus enseñanzas, y su habilidad para crear melodías y canciones. Omar ignoraba que Amanda fuese cantante folklórica -sólo la conocía como una puestera muy trabajadora del mercado-, pero un día, habiendo llevado a casa de Víctor un disco de una hermosa canción popular, notó que Amanda lloraba al escucharlo.
En su hogar Amanda era muy reservada y ocultaba sus sentimientos a sus hijos. Exteriormente severa y fuerte, parecía inaccesible para ellos, aunque en el trabajo era muy sociable y de buen trato. Sus constantes esfuerzos habían mejorado la fortuna familiar, pero Manuel ya no vivía con ellos. Cultivaba melones en una pequeña parcela al sur de Santiago, comprada con las ganancias obtenidas por Amanda en la pensión. A veces Víctor lo veía por casualidad, con su caballo y su carrete, cuando llevaba productos al mercado.
Cuando María –que se había hecho enfermera- se casó, ella y su marido se quedaron en la casa de Jotabeche, mientras el resto de la familia se mudaba a un barrio más cercano al mercado, detrás de la Estación Central, conocido con el expresivo nombre de Chicago Chico, debido a la concentración de pistoleros ocasionales, ladrones y delincuentes de todo tipo que allí vivían.
La única salida de aquel ambiente de delito organizado, y la única fuente de actividad cultural del barrio, era la iglesia. En la ancha avenida Blanco Encalada había un centro cultural para jóvenes, perteneciente al acción católica. Temprano síntoma del movimiento centrípeto que se extendería a través de América Latina en su conjunto, la Acción Católica apuntaba a interesar a los jóvenes y a la clase trabajadora en los asuntos de la iglesia y de la comunidad. Más tarde, muchos de aquellos jóvenes se hicieron militantes del Partido Demócrata Cristiano, cuando éste se creó.
Víctor se unió a aquel grupo comunitario en su adolescencia, y allí conoció a otros jóvenes de sus mismos orígenes. Cantaban, escuchaban música clásica, salían de excursión, jugaban al fútbol y formaron un coro. Por supuesto, la participación también significaba asistir regularmente a misa, estudiar la vida de los santos y asumir la defensa de la religión contra la herejía.
Entretanto, complaciente con los deseos de su madre y con los deseos de su madre y con la idea de poder ayudarla en el negocio, Víctor estudiaba en un instituto comercial, donde la educación se orientaba hacia la contabilidad. Pero Víctor odiaba la contabilidad y siempre obtenía notas mediocres en sus trabajos. Su sueño secreto consistía en hacerse sacerdote, que le parecía el ideal más elevado al que podía aspirar.
Le preocupaban su hermano y su hermana Coca, que tiempo atrás habían abandonado los estudios. Lalo había sido padre a los dieciséis años. Coca había quedado embarazada e intentado suicidarse. A pesar de los esfuerzos de Amanda, ambos se habían mezclado con las bandas locales.
Luego, un día de marzo de 1950, un día normal de principios del curso escolar, fueron a buscar a Víctor a la escuela y le comunicaron que Amanda había muerto de un ataque cardíaco mientras servía la comida en el mercado. Fue el fin de una época.
Víctor tenía quince años cuando Amanda murió. Su muerte significó una profunda conmoción para él; la quería entrañablemente y siempre había creído que algún día podría ayudarla y descargarla de sus duras obligaciones. Y entonces experimentó una sensación de desolación y vacío, casi de remordimiento.
Fue en Población Nogales donde encontró amigos de verdad que le ayudaron. Julio y Humberto Morgado habían sido compañeros suyos en la escuela primaria, y su padre, don Pedro Morgado, era un hombre generoso, que había sido amigo de Amanda. Medía un metro ochenta y tres –un gigante en un barrio bajo chileno- y era propietario de un camión que parecía a punto de caerse en pedazos cada vez que se ponía en marcha el motor. Se ganaba la vida haciendo fletes y mudanzas. El y su esposa, Lydia, proporcionaron a Víctor cama y comida cuando las necesitó, y su casa se convirtió en lo más parecido a un hogar que tendría durante muchos años. Víctor no volvió al instituto comercial; consiguió trabajo en una fábrica de muebles, ayudaba a don Pedro con el camión y trataba de arreglarselas por su cuenta.
Pidió consejo a uno de los sacerdotes de la iglesia de Blanco Encalada del que era amigo. El padre Rodríguez conocía los problemas de Víctor, comprendió su sentimiento de soledad y hasta le permitió quedarse en su casa algunas semanas. Creyó detectar en Víctor una auténtica vocación religiosa y por consejo suyo, en el invierno de 1950, Víctor ingresó en el seminario e la Orden de los redentoristas en San Bernardo, una pequeña ciudad al sur de Santiago.
En 1973 Víctor recordaba: "Para mí fue una decisión muy importante ingresar al seminario. Al pensarlo ahora, desde una perspectiva más dura, creo que lo hice por razones íntimas y emocionales, por la soledad y la desaparición de un mundo que hasta entonces había sido sólido y perdurable, simbolizado por un hogar y el amor de mi madre. Yo ya estaba relacionado con la iglesia, y en aquel momento busqué refugio en ella. Entonces pensaba que ese refugio me guiaría hacia otros valores y me ayudaría a encontrar un amor diferente y más profundo que quizá compensaría la ausencia de amor humano. Creía que hallaría ese amor en la religión dedicándome al sacerdocio".
Víctor ingresó en el seminario pleno de idealismo y de sentido místico; se encontró formando parte de una comunidad que no tenía relaciones con el mundo exterior. Aquella era una orden religiosa enclaustrada, con una vida de estricta disciplina en el marco de una jerarquía rígida.
Para Víctor, la parte más positiva y soportable de aquella experiencia fue la música sacra – en particular el canto gregoriano – y los elementos teatrales de la misa propiamente dicha. Pero encontró insostenible la obligación de rechazar los mandatos de su cuerpo. El pecado original era la fornicación o la mera tentación de fornicar, que debía castigarse con la flagelación, golpeándose el cuerpo desnudo bajo la ducha. Víctor consideró antinatural y morbosa aquella práctica. "Durante esos dos años", comentaría más adelante, "todo lo que era saludable, lo que significaba un estado de bienestar físico, tenía que dejarse de lado. El cuerpo se convertía en una especie de carga que estabas obligado a soportar".
Comprendió que los estudios, el rigor y la disciplina del seminario exigían una profunda y auténtica vocación que él no poseía. Habló de estas dificultades con sus superiores y en marzo de 1952 coincidieron en que lo mejor era que abandonara el seminario.
Diez días después lo llamaron al servicio militar, que era obligatorio para todos los varones de 18 años, pero aparte de los que elegían ir a la escuela militar en condición de cadetes, la mayoría de los jóvenes de clase media lograban eludirlo. Sin embargo, Víctor lo aceptó como inevitable e incluso conveniente, pues postergaba toda decisión sobre el futuro. El régimen de vida militar, que era espartano, no le pareció penoso; significaba que no tenía que preocuparse por la vestimenta, la comida y el alojamiento. El contraste con el seminario no podía ser más agudo. Para Víctor significó una especie de liberación, y por fin empezó a madurar. Se divertía durante los permisos de fin de semana recorriendo con una pandilla de compañeros los bares y los burdeles del lugar.
Muchos años más tarde, en agosto en 1973 cuando lo interrogaron sobre el servicio militar, Víctor respondió: "Creo que el militar profesional, por el echo de llevar uniforme y tener autoridad sobre el resto de los efectivos, pierde el sentido de su propia clase. Pienso que el ejercicio del mando le sitúa, consciente o inconscientemente, en otro plano y que ve la vida desde un punto de vista diferente. Se cree superior. Recuerdo que, en mi condición de soldado raso, tenía que lustrarle las botas a un oficial o limpiarle la casa, y eso me parecía muy natural... Por cierto, consideraba casi un privilegio que me pidieran hacerlo, porque significaba que yo era muy disciplinado y se podía confiar en que cumpliría correctamente. Pero ahora, pensándolo sin aquella inocencia, creo que era un condicionamiento: el servilismo del recluta condiciona tanto como la superioridad del oficial".
Pero en aquel entonces Víctor no analizaba el pro y el contra. Se limitaba a hacer lo que debía. Los resultados pueden verse en las anotaciones del certificado que recibió al dejar el servicio como sargento de primera, con posibilidad de acceder a oficialidad.
El 12 de marzo de 1953, en las mismas fechas que yo bailaba con Ballets Jooss en Sadler’s Wells, Víctor dejaba la escuela de Infantería de San Bernardo. Volvió a Población Nogales, sin la menor idea de lo que quería hacer. No tenía preparación, ni perspectivas, ni dinero, ni verdadera familia, ni novia. El futuro estaba en blanco.
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